El mapache Rascal ha vuelto. Una vez más, ha sido captado
in fraganti, en el transcurso de uno de sus acostumbrados robos. Amparado en la noche, sigue perpetuando su rosario de latrocinios a base de colarse por gateras ajenas. Él mismo es consciente de que es un degenerado, un enfermo, un ruin bicho, pero no puede evitarlo, el escamoteo es su vida, y así seguirá... hasta que le
trinquen.
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Ultimamente se había proveído, en sus incursiones, de suficiente mobiliario para amueblar su mapachal y dos más. Ya habíamos visto
cómo se agenciaba aquella alfombra. Un vecino mapache suyo, del mapachal de enfrente, llamado Nemesio, contemplaba cada día como los objetos se iban acumulando dentro y fuera del mapachal de Rascal. Nemesio pensó enseguida que Rascal estaba aquejado del síndrome de Diógenes. Un día se topó en la floresta con Práxedes, que vivía a dos bloques de su mapachal, hacia el Norte, y era psicólogo de profesión. Como quien no quiere la cosa le soltó Nemesio la deplorable situación en la que se encontraba Rascal... bueno, todos los mapaches roban, pero él está definitivamente enfermo, no puede detenerse, está totalmente descontrolado -le dijo... Práxedes decidió ir a hablar con Rascal al día siguiente. Encontró a un Rascal aquejado de múltiples tics nerviosos, sudoroso, sólo capaz de balbucear, aferrado a una caja de zapatos, su última adquisición... Era muy grave; se había convertido en un cleptómano de tomo y lomo. Y no podía parar. Práxedes habló con él largo y tendido. Le dijo que tenía que corregirse. Los mapaches roban, siempre ha sido así, es su forma de ir al supermercado, pero todo lo que se roba ha de tener una utilidad y un fin, y ese nunca puede ser el vicio... Rascal pareció entenderle, y a medida que asimilaba los consejos de Práxedes se iba tranquilizando. Tras tres horas de sesión, Rascal prometió a Práxedes que pondría fin a la acumulación inútil de objetos. Práxedes se marchó contento, pensando que había devuelto a Rascal a la senda del bien. Pero la degeneración de Rascal era mucho mayor que la que el ingénuo psicólogo mapachil había podido ponderar. Esa misma noche volvió a la casa donde había
mangado aquella tarde la caja de zapatos. Había visto en la cocina una caja de surtido Cuétara abierta... se reconvertiría... a partir de ahora se dedicaría a vaciar alacenas y despensas. Se iba a hinchar. Los cotillas de sus vecinos ya no le verían más acumular objetos... todo lo que tuviera que
mangar iría directo al buche. Iba a añadir a su cleptomanía la gula. Jamás abandonaría el vicio...
Esa noche volvió a demostrar su dominio. Seguía siendo un maestro del hurto. Sólo él es capaz de mantener la sangre fría mientras se atiborra a galletas Cuétara, solo él es capaz de hacerse la estátua delante del gato de la casa, pensando que así no le verá, y sólo él es capaz de mandar una maldición gitana al minino en cuestión, con un brillo demoníaco en los ojos, cuando ha de desistir de su robo por la obstinación del gato. ¡El gran Rascal ha vuelto! ¡Y más goloso que antes!
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